POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


sábado, 1 de diciembre de 2012

Parte XII. Mi calle


Mi calle desembocaba en la plazoleta, que entonces llamábamos “El paseo de la viudas”. La verdad es que no sé el porqué de esta denominación, pues yo no vi por allí ninguna desconsolada paseando nunca (habrá que preguntárselo a Croche, que es el que más sabe de estas cosas). A dicha plazoleta, íbamos todos los chicos de las calles adyacentes .Como todavía no se habían inventado los videojuegos, teníamos que tener la imaginación activa inventando juegos o historias. Éramos felices, sin la menor  veleidad de progreso. Vivíamos de maravilla sin televisión y sin lectores DVD dolby digital.
El más galán, mi padre

 Allí nos divertíamos con multitud de juegos, aunque en algunos me quedaba de espectador, porque los consideraba un tanto violentos para mi escasa complexión física. El “burro”, sobre todo, no me gustaba nada. Consistía el juego en formar dos equipos, y el  bando que se quedaba, se tenían que poner simulando un burro. El primero se agarraba a una ventana y los segundos terceros, cuartos... se agarraban por las caderas, poniendo la cabeza en el pompis de su antecesor. El equipo contrario saltaba, una a uno, encima del simulado burro, hasta estar todos encima. Allí arriba había que aguantar, pues cuando algún “caballero” caía, su equipo se convertía en “burros” y los contrarios pasaban a la ofensiva. Otras veces los que estaban encima aguantaban y los de abajo sucumbían ante el peso que tenían que soportar, y siempre con la algarabía de los vencedores Así hasta caer extenuados, unos y otros.

Practicábamos muchos  juegos, como la billarda o el gua, menos violentos, aunque a mí ninguno de éstos me gustaban en demasía, ya que era, en comparación con mis amigos, un poco torpe. En el gua había verdaderos “artistas”, daban unas “pelás” a las canicas a gran distancia. Se jugaban con bolindres de china, que eran para “las pelás”, y otros más modestos de barro, que se tenían para el pago cuando perdías. Desde luego yo jugaba poco, pues rara vez ganaba. Si tenía algún botín de bolindres era porque los canjeaba por los cromos de futbolistas que tenía repetidos. También estaba el juego del “rescate”. Aquí si tenía mi chance, porque siempre he corrido mucho, y como era pequeño me escondía en cualquier abertura.  

lunes, 19 de noviembre de 2012

Parte XI. Mi calle


Mi calle era estrecha y allí nos conocíamos todos, las puertas jamás se cerraban con llave. Era una vecindad entrañable. Yo la definiría como familiar. Frente a nosotros vivía una familia bastante numerosa. El "señó" Domingo que era albañil y la señora Granada, ama de casa, como todas la señoras de aquella época. Tenían 6 o 7 hijos. Yo jugaba con los de mi edad, Dominguito y Luisita. Entrábamos en su casa como en la mía como si fuera la propia. No existía el protocolo.
Un día me pasó algo terrible, por lo menos a mí me lo pareció durante bastante tiempo. Quiquín, que era el mayor de aquella familia numerosa jugaba con un tirantillo sentado en la puerta de su casa. El tal Quiquín tendría unos 16 o 17 años, yo lo veía muy mayor, pues mi edad estaría rondando los 8 años. El caso es que el mozalbete me pidió que le llevase algunas piedras para su tirachinas. En aquel momento me salió la vena un poco borde y le llevaba una piedra de un buen tamaño, que desde luego no era válida para su artilugio. Para escapar de la guasa y de una posible represalia de Quiquín, tiré la piedra al suelo y emprendí la huida para mi portal, con tan mala fortuna que el pedrusco le dio en la pierna al "tío saliva". El tal señor era un buen hombre, un tanto mayor, que iba por los bares rifando un pollo. Veía poco, pues su gafas eran de cristales redondos y de buen grosor. Para evitar las caídas inoportunas se valía de un recio bastón. El caso es que al sentir que le herían en su pierna, blandió su garrote para atacar a lo que se movía a su alrededor. Veía poco, pero acertó de lleno en mi cabeza, haciéndome una brecha considerable en plena coronilla. Me tuvieron que dar tres o cuatro puntos de sutura en la cabeza y al "tío saliva", que estaba rifando el pollo entre los parroquianos del bar "Casa La Fea", se lo llevaron a la cárcel los "guardiñas". 
Duró poco entre rejas, pues mi padre, que era muy buena persona, dijo que no lo denunciaba. No me había mandado al otro mundo y ya estaba bien, aunque sí un poco grogui. El susto y el aturdimiento me duró una temporadita y mi madre me puso las "riendas" más cortas, para que no hiciera de las mías (continuará en la parte XII Mi calle)
  

domingo, 11 de noviembre de 2012

Parte X Mi calle

Mi padre, agachado. El primero de la izquierda

Mi padre era ferroviario, pero antes había sido barbero, por eso cuando yo empecé a tener pelillos por el bigote y sus alrededores, él era quien me los afeitaba, y también le gustaba peinarme. Me hacía una raya en la parte izquierda de mi cabeza, que quedaba la mar de bien. 
La mayoría de los ferroviarios, que entonces eran bastante, residían en la Barriada de la Estación, creo que había viviendas que las facilitaba la propia RENFE. El caso es que, y no sé el motivo, a nosotros no nos correspondía ninguna. Seguramente sería por la antigüedad en el empleo. Por eso nosotros nos fuimos a vivir, de arriendo, a la calle del Agua. El nombre de la calle del  Agua no se debía a que abundara el líquido elemento, ya que nuestro domicilio, como casi todas las viviendas de Zafra, en aquellos años, carecía de suministro. Por eso cuando salía del colegio, lo primero que mi madre me decía era: “Roge, coge un cántaro y la cuba y vete por un viaje a la bomba”. La bomba era eso, una bomba para sacar agua, estaba en la Glorieta de Ruy López, a poco más de 70 metros de mi casa. A mí, en parte, me gustaba ir a por agua, porque al mismo tiempo disfrutaba; le daba a la bomba con fuerza durante un buen rato y ayudaba a las mujeres mayores a llenar sus cacharros. Era mi forma particular de ir al gimnasio. Por entonces no había salas de éstas, que hoy abundan, para hacer toda clase de deportes. Había otras prioridades. Aquélla generación de los años 50 carecía de muchas cosas, pero era una sociedad amable donde los niños jugaban en la calle y existían tiendas donde se fiaba. 

Otras de las tareas que mi madre me encomendaba a menudo, era ir a comprar al comercio de Coronada. Era un establecimiento  de ultramarinos, donde la señora Coronada y su familia dispensaban los artículos de una forma manual. No había el empaquetado existente  en los tiempos actuales. La sal, el azúcar, el pimentón… todo se despachaba envuelto en aquel papel de estraza que tanto pesaba. Lo que más recuerdo eran aquellas latas de conservas,  de dos y cinco  kilos que presidían el mostrador. Los chicharros y las sardinillas en aceite y en escabeche eran los manjares más corrientes. Para la compra de estos artículos en conservas se llevaba un plato o vasija, ya que en el comercio no te facilitaban el envase.  La señora Coronada era, para nosotros, como una ONG, nos daba los artículos fiados. Llevábamos una libretita y ahí  nos apuntaba el importe de la compra, que se iba sumando al saldo anterior. En su negocio tenía un libro donde apuntaba  a todos los  deudores, y a final de mes se pagaba, sino todo el saldo, gran parte de él, dejando el resto para el mes siguiente. Lo que estaba claro es que jamás fallaban las cuentas. La honradez de unos  y otros estaba por encima de cualquier duda (continuará en la parte XI. Mi calle)

Parte IX



Por aquéllas fechas con 14 años, mi constitución era más bien endeble. El caso es que un domingo fuimos a Sevilla a jugar con los estudiantes del colegio de los claretianos, que éstos tenían en la capital Hispalense. El equipo rival que componían los chicos sevillanos, además de los 17 o 18 años, tenían un físico mucho más fuerte que el mío. Ante estas perspectivas, sumándole el mareo, que por aquellas fechas me producían los autobuses, dije que no me encontraba bien y no jugué ese partido. La verdad es que siempre fui un poco medroso en el fútbol. Luego me alegré de no jugar viendo el resultado al final de aquella “batalla”. A Ricardo Yuste le dieron una patada en la frente y le tuvieron que dar cuatro o cinco puntos de sutura. 

Luego ya fui cogiendo confianza y no desaprovechaba la ocasión de jugar si había alguna vacante en el equipo de los mayores. Un día jugamos un partido en Jerez de los Caballeros, y allí tuvo su bautismo de sangre el padre Martín. Los ánimos se caldearon y como este cura se metía en todos los líos, le arrearon  una pedrada  haciéndole una buena pitera. Así, es que en esos momentos se dio por finalizado el partido, no sin antes llamarle "hijo de puta" al agresor. El padre Martín era un tipo peculiar y bastante apasionado. El caso es que yo observaba como tenía predilección por los que jugaba al fútbol, a los otros no les hacía ni torta de caso. Los Angulo, Siso, Macario…. Los tenía en palmitas, y creo que si hubiera que absolverlos de todo pecado, por muy gordo que fuera, lo hubiera hecho sin pestañear. Este cura, aragonés, con carácter, tenía el pelo rubio, y yo creo que por eso el mudo lo llamaba “cura cato”. 
El mudo, que se llamaba Francisco, vivía cerca del bar “La fea” y le gustaba el fútbol una barbaridad. Tenía la inteligencia de ser siempre hincha de un equipo que fuera en cabeza en la liga española. Así, si era el Real Madrid, decía “la ramonina”, si era el Barcelona “pantalona”, si era el Sevilla “la guitarra” el Atco. de Madrid “pájaro”. El siempre iba con el que ganaba, así no tenía problemas de depresión ninguna. Apostaba sobre seguro.
(continuará en la parte X. Mi calle)

domingo, 4 de noviembre de 2012

Parte VIII



Había otra vivienda donde empezaba la confluencia de la vía al Cementerio y la carretera de La Lapa. Bueno lo de casa es un decir, había que denominarla como un cobertizo, que tengo entendido sirvió como inmueble para realizar autopsias. La verdad es que en mi dilatada subsistencia por aquellos andurriales del Rosario nunca supimos de esos menesteres tan tétricos. Todos fallecían de muertes naturales. Y es que siempre conocimos aquel cuchitril  ocupado por un montón de gente, sin saber calcular si eran una o varias familias las que malvivían en aquel tugurio sin luz, ni agua. Y  es que, en nuestra niñez permanente, nos fijábamos poco en todo ese mundo un tanto turbador que nos rodeaba, pero que existía. Ahora pienso, en la lejanía del tiempo, que si nosotros subsistíamos con unos mínimos económicos, aquellos que vivían en unas circunstancias tan  terribles deberían estar en  un eterno desasosiego.

La sorprendente paciencia de nuestro pueblo, aguantando sin rechistar todas las carencias, no sé si era condición inherente de la memoria reciente o se sabía de antemano que el rechistar o reclamar algo sería totalmente inútil.
                                               

Unas fechas después llegó a la congregación el padre Martín. Este era un enamorado del fútbol y pronto cogió la riendas de los cordimarianos y formó un equipo de jóvenes que sabían darle a la pelota: Juanito Pons, Pepín Pons, Siso Palacios, Macario, Angulo…. Formaban un buen plantel. Y como por entonces en Zafra había pocos equipos para competir, empezaron a salir a jugar partidos por otras localidades vecinas. Yo por entonces empezaba a despuntar en esto del fútbol, y algunas veces, si había alguna baja en los cordimarianos, me llevaban, creo que para hacer bulto, aunque  poco podía cubrir... (continuará en la parte IX). 

viernes, 26 de octubre de 2012

Parte VII


Otra cuestión, que a nosotros nos llamaba mucho la atención, era ver a los futuros curas pasear en invierno. Aquello no era pasear, era un paso ligero y al mismo tiempo iban frotándose las manos con gran fuerza. Con la palma  de la mano izquierda, restregaban los nudillos de la derecha, y luego al contrario. Así  hacían  para mitigar el intenso frío que soportábamos. Claro está, la calefacción por aquélla época no sabíamos que existiera. Los braseros de picón eran las “estrellas” calentitas del momento. ¡Y cómo lo agradecíamos cuando llegábamos a casa, y echábamos una “firma”!
Como ya digo carecíamos de muchas cosas y como se dice ahora, no teníamos las necesidades prioritarias cubiertas. Por eso, cuando llegábamos al Rosario y entrábamos en las dependencias destinadas a la Asociación Cordimariana, como éstas estaban muy cercana a la cocina de los curas, de allí nos llegaba una aroma de buena comida que hasta nos alimentaba. Claro echándole mucha imaginación al asunto. Y es que la verdad en la comunidad claretiana tenían unos hermanos cocineros que ríete tú de Arguiñano. Algunas veces, yo creo que viéndonos la pinta que teníamos de guardar un régimen alimenticio forzoso, nos obsequiaban con algún que otro bocadillo de mortadela.
A continuación de la entrada a las dependencias, estaba el extinto pilar de “El Piojo”, que siempre agradecíamos que estuviera  allí porque tenía un agua muy rica además de fresca, que nos venía de “perla”, sobre todo cuando apretaba el calor y habíamos terminado de jugar algún partido de fútbol. No existían ni las Fantas, y tampoco las Coca colas. Solamente se habían inventado las gaseosas de Rogelio, pero en tomarlas ni pensábamos. ¡Era un lujo innecesario!
Frente al pilar “El piojo”, había un remedo de vivienda, que no pasaba de ser una caseta. Allí vivía “la Peleca”, nosotros le teníamos cierto respeto, a esta mujeruca que siempre se la veía rascándose  por todo su cuerpo, aunque yo creo que era mitad temor y otro tanto de repulsión. La verdad es que se lavaba poco, y eso que tenía el pilar enfrente. La pobre mujer malvivía en aquellas cuatro paredes de una forma indigna. Los más mayores se mofaban de ella de una forma un tanto cruel: “Peleca, Peleca...,   la llamaban, y ella les tiraba lo que tuviera en sus manos maldiciendo y jurando en arameo, porque la verdad es que se le entendía poco toda la retahíla que largaba por su boca (continuará en la parte VIII).

miércoles, 17 de octubre de 2012

Parte VI


Mi padre en el centro agachado


Guardaba las botas como mi tesoro más preciado. En mi casa, las limpiaba, después de haberlas untado con un poco de grasa, no sé ahora, si animal o vegetal. El caso que las cuidaba mucho, pero no tanto como Adrián que era el colmo de la pulcritud. Cuando jugábamos algún partido, cada vez que le daba al balón se agachaba, y con la mano un poco humedecida por la saliva, se limpiaba la puntera de la bota. Nos reíamos bastante, pero a él le daba igual, presumía de tener las botas más limpia de todo El Rosario.

Se me olvidaba mencionar la piscina que había junto al campito de fútbol. Los curas no nos dejaban bañarnos en ella, porque cuando no estábamos nosotros, ellos se bañaban. Así es que nunca vimos a ningún cura en bañador, aquello debía ser hasta pecado, no sé bien si para ellos o para nosotros. Desde luego que nos bañábamos en la piscina. Procurábamos hacerlo después del entrenamiento que hacíamos a las ocho de la mañana. Una hora después, o sea sobre las nueve, nos zambullíamos en la piscina, porque a esas horas toda la congregación estaba en misa. Tenía que ser remojón rápido, ya que nos podía pillar “Fabi”, un peón que tenían contratado los curas para cuidar la huerta. “Fabi”, un diminutivo de Fabián, era un tipo bueno, pues sus riñas no pasaban de eso, de una pequeña regañina, como diciendo “Vamos, rápido que os cogen los curas” Yo creo que para justificarse ante sus superiores. A mí me parecía que tenía una gran bondad. También cuidaba de que no nos comiéramos, en su temporada, los higos y los peros. Aunque la inventiva en aquellos años era mucha. Fito, que era un poco mayor que nosotros, vamos que estaba en la categoría de cordimariano, chutaba a la portería con bastante fuerza, tanta, que el balón sobrepasaba una valla metálica, confeccionada para reservar los frutos, pero ineficaz para salvar el “chupinazo”  de Fito, que “vareaba” los perales. Allí entrábamos en escena nosotros, los “semi”, que íbamos a por el balón y los peros que habían caído al suelo. Los comíamos en el mismo terreno de juego, para no quedar huellas del “delito”. (continuará en la parte VII)

sábado, 29 de septiembre de 2012

Parte V




...Consistía dicho juego en un baño grande lleno de agua, dentro del recipiente había unas tablitas. Tenía que tirar la perra gorda al baño y que la misma cayera en una de las tablitas. Te regalaban una botella de vino o licor, que supongo haría el mismo feriante en su trastienda. Lógicamente, mi perra gorda no cayó en el sitio pretendido y yo me fui con un cabreo monumental y mala conciencia a mi casa.

Llegaron las esperadas Navidades y por consiguiente los Reyes Magos. El día 6 de enero, los doce o quince que dimos nuestras 130 “pelas” estábamos en las puertas del Rosario como un clavo. Pasamos a las dependencias y allí el Padre Díaz fue nombrando a los afortunados que nos habían “regalado” los Reyes las ansiadas botas de fútbol; que nada menos las habían mandado a pedir a Zaragoza. Estaba nervioso y veía que nombraban a unos tras otros, y mi nombre no lo pronunciaba el cura Díaz. Todos tenían sus botas e iban abriendo sus cajas con gran alegría. Ya sólo quedábamos dos por recibir las botas, Adrián Hernández y yo. “Adrián Hernández, toma” dijo el cura. Bueno he sido el último pensé. ¡Que le vamos hacer! Me quedo mirando y el cura me hace un gesto, como diciendo: “Se acabó,  ya no hay más”. Bueno aquello era demasiado para mí. En un momento se me acumularon en mi sesera todos mis pensamientos más negativos: Mis 26 duros. Mis  sacrificios para juntar el dinero.¡ Qué me diría mi madre! ¡ Cómo se reirían de mí todos los amigos! Y es más ¿dónde estaban mis 26 duros? Cuando el padre Díaz, presintió que iba a estallar, levantó su mano derecha, como diciendo ¡Alto ahí! Y con la siniestra sacó una caja donde estaban mis botas. ¡Qué maravilla! Aquéllas botas me parecieron un tesoro, ¡lo más grande que había tenido jamás!Desde luego nada comparado con los últimos modelos que usan las superestrellas de ahora. Cómo jugábamos en campos de tierra las botas venía con spaig (no sé si se escribe así). Eran unas tiras de cueros clavadas en la suela. La verdad es que ahora me pregunto para que servía aquello;   aunque creo que era para evitar resbalones y también para resguardar las propias suelas. Cuando las estrené me consideré un futbolista de verdad. Hasta le daba con más fuerza al balón, desde luego no eran las sandalias que me compraba mi madre en casa Avelino, aquello era otra cosa me hacía sentir más importante, futbolísticamente hablando. (continuará en la parte VI)

lunes, 24 de septiembre de 2012

Parte IV

El del medio, en la parte inferior es mi padre


El punto más alto de la efervescencia deportiva ocurría cuando se disputaban una especie de campeonato con seis o siete equipos, que se encargaba de confeccionar el padre Domínguez. Los equipos se denominaban por el nombre del capitán. Así teníamos el equipo del Piédrola, del Carrasco.... Jugábamos como una liguilla, es decir competíamos todos contra todos y el campeón ganaba una tarta. Se pueden imaginar la competitividad que existía. Vamos que todos los partidos se jugaban como un Madrid-Barça de ahora. El padre Domínguez se las veía y se las deseaba para aplacar los encendidos ánimos, porque la rivalidad era grande. Luego los curas eran generosos, y cuando terminaba el campeonato además de la tarta para el campeón, a todos nos daban una merendola que nos  sabía a gloria bendita. Por eso nos las daban. En la merienda cada uno tenía su sitio porque ya se encargaban, no sé  quién, de ponernos un letrerito en cada plato con el mote o sambenito que cada uno teníamos. A mí me titulaban “el tonto del Bilbao”, porque yo por entonces era muy del Atleti, como la mayoría de aquella juventud que nos entusiasmaba la delantera formada por Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza.

Cuando iba a cumplir los 12 años los curas nos anunciaron que sería muy bueno para nosotros que compráramos unas botas de fútbol. Su coste 26 duros, o sea, 130 pesetas. ¿Y quién tenía ese dineral? Muy pocos. Así es que los más entregados a la causa del fútbol nos pusimos en aquel verano del 52 manos a la obra para ahorrar, porque las botas las traerían los Reyes en el 53. Perra gorda a perra gorda fui metiendo en una caja de cartón el poco dinero que caía en mis manos. La cajita ahorradora me la guardaba mi madre para evitar tentaciones. Lo malo fue que, en medio de este tiempo de ahorro,  se presentó la feria de San Miguel. La Plaza España y Plaza del Alcázar se llenaron de cacharritos. A ver quién era el guapo que se resistía a gastar una peseta ante tanta atrayente provocación. Yo aguanté unos pocos días sin gastar nada, pero caí en la tentación de echar una perra gorda en un juego...(continuará en la parte V)


jueves, 20 de septiembre de 2012

Parte III


Foto en la entrada del Rosario
     
Recuerdo un día que intentó quitarme el taco del billar un cordimariano, me rebelé por aquello que yo consideraba una injusticia y quise “atizarle” con el taco. Se metió bajo la mesa de billar, para esquivar mis intenciones,  y yo salí con una rabieta enorme para mi casa, y sin poder haberle propinado un buen “tacazo”. El padre Díaz, que era el  que “lidiaba” con nosotros, fue tras de mí alcanzándome en el Arco del Cubo.
-Como sigas con ese genio vas a tener más de un disgusto en la vida. Así que cálmate. Cuenta siempre hasta diez. Y ahora volvamos y pide perdón, ya que si persistes en tu actitud nos veremos obligados a expulsarte.

Y como a mí me gustaba mucho jugar al fútbol...Por otro lado,  pensé en mi madre que se pondría como una fiera por la expulsión. Aunque lo que me hizo desistir  con más fuerza del berrinche es pensar que todos mis amigos estaban allí y yo tenía que seguir con los “Semi”. No vi otra manera de seguir jugando al fútbol,  que deponer mi actitud.  Me amansé y todo terminó bien,  después de haberme tenido que “bajar los pantalones” ante aquél energúmeno de cordimariano.
En la sala donde jugábamos al ping-pong teníamos un armario donde guardábamos las camisetas, los pantalones de deportes y las calcetas, y cuando abríamos las puertas el hedor intenso que desprendía era como un olor a revoluto de sudor juvenil y añejo por el tiempo que llevaba sin lavarse aquellas prendas. La verdad es que aquel olor era único y nunca más he vuelto a percibirlo. 
Teníamos dos o tres balones, pero no se crean que se parecían en algo a los balones actuales de fútbol . ¡Qué va! Aquellos balones eran de un cuero duro y cuando le dabas de cabeza te quedabas como los boxeadores, un poco grogui. Nunca me han pegado con un guante de boxeo, pero me imagino que rematar de cabeza con aquellos balones y un guantazo de Uzain tenía que parecer igual. Aquellos balones duraban muchísimo tiempo, porque cuando se descosían, allí estaba el padre Domínguez para coserlos, y luego siempre había dos o tres voluntarios para darles un poco de grasa por las costuras. Quedaban como nuevos, al menos eso nos parecía a nosotros (continuará en parte IV...)

martes, 18 de septiembre de 2012

Parte II

Foto de los semicordimarianos. Mi padre en el centro sujetando el sombrero

Algunas veces, los estudiantes, que ya digo se preparaban  para ser sacerdotes, nos preguntaban  si  nos gustaría estudiar para cura. No me lo planteé nunca, pero a mis 11 años aquello de estudiar esa carrera tan compleja me parecía una cuestión inalcanzable. Los claretianos, compaginaban sus estudios  de teoría con otros que podían denominarse como clases prácticas. Es decir, aprender a “lidiar” con el personal. El personal, de momento, éramos nosotros que teníamos mucho que torear. Para éstas prácticas crearon una Asociación de jóvenes llamada Cordimariana.
Llevar a cabo esta tarea pastoral, y atraer aquella juventud un tanto aletargada, en una sociedad que  carecía de casi todo, fue una tarea relativamente fácil. Se necesitaba un espacio físico, y  para ello nada mejor que poner un campo de fútbol para toda aquella legión de pequeños y jóvenes que teníamos pocos sitios donde ir, además gratis total. Habilitaron, en una parcela de su huerta, un pequeño campo de fútbol,  pero que a nosotros nos parecía el Santiago Bernabéu. Esto era para la parte deportiva, que era la que mas valorábamos por entonces.
Luego había tres habitaciones, bastante amplias, para las muchas actividades que allí se realizaban. Dichas dependencias tenían su entrada por el extinguido pilar “El piojo”. A la izquierda había una habitación que servía para las charlas que nos daban, y también para algunas películas que nos echaban con una máquina de 15 mm. Desde luego películas para todos los público. Ahora recuerdo la que se lió con una película 3R que pusieron en el Salón Romero. Su título era Trapecio, donde Gina Lollobrigida, ligerita de ropa, pues su papel era de una estupenda trapecista; mantenía dos amores al mismo tiempo con Tony Curtis y con Burt Lancaster. Aquello era un pecado mortal de los gordos. A los que se atrevieron a ir les costó la expulsión, por lo menos temporal, de aquélla asociación cordimariana, y digo temporal porque con una confesión arrepentida con el Padre Urquiri ya podías volver.
Las otras dos habitaciones, que quedaban a la derecha de la entrada, estaban habilitadas para jugar al ping-pong y al billar, aunque al billar casi ni lo olíamos porque lo copaban siempre los mayores, o sea, los cordimarianos y nosotros éramos semicordimarianos. “Semi” nos decían para abreviar. Aunque los había más pequeños: los infantes. Estos ni billar ni ping-pong ni nada. Allí existía la ley del más fuerte. Claro que siempre podían existir algunas excepciones...(continuará)

martes, 4 de septiembre de 2012

Parte I


No sé por que estoy escribiendo a estas horas de la mañana. Y no es que sea muy temprano para mí,  a las 8,30 ya me he levantado como norma o vicio adquirido.  La verdad es que siempre he sido más de madrugar que de trasnochar. Seguramente esta manía del madrugar me la transmitió  mi padre,  que me llamaba a las 7,30 de la mañana para que fuera al Rosario, no a rezar, sino a jugar al fútbol. La cuestión era  que a  mi padre le hubiera gustado tener un hijo futbolista.  En el verano daba gusto levantarse a esas horas, no así en el invierno. Los inviernos en Extremadura son fríos como ellos solos. De verdad. Algunos de mis compañeros madrugadores les salían sabañones y todo. ¡Púa! Como les decía,  a mí me gustaba ir al El Rosario, que además de la Iglesia donde se veneraba a El Cristo del Rosario, era un colegio claretiano donde los estudiantes se preparaban para ser curas. Recuerdo que ayudé a cantar su primera misa al padre Domínguez en el altar de la Purísima, que actualmente no existe. 
El padre Domínguez era un tipo fornido y bonachón que le gustaba mucho el fútbol, y él era el que nos arbitraba los partidos que disputábamos en aquél pequeño rectángulo que los curas nos habían habilitado al final de la huerta. Así me convertí en monaguillo por primera y última vez, desde entonces no he vuelto a ejercer. 
Y el caso es que yo, en cierta manera, admiraba a los monaguillos que con tanta diligencia y sabiduría ayudaban a la misa y a otras cuestiones. Sobre todo a José Luis Albújar que dominaba todo el altar y sabía en cada momento de la misa lo que tenía que darle al cura. A mí me parecía aquello dificilísimo.  Tuve que aprender las contestaciones en latín, que era como entonces se decía el culto. Mi otro compañero de ayudar la primera misa del padre Domínguez, era Luis Suárez. No crean que era aquél famoso Suárez que jugó en el Barcelona y luego se iría al Inter de Milán, no, era nuestro Luis Suárez. Fue un magnífico defensa del Zafra y más tarde pasó a jugar con el Diter Zafra, porque trabajaba en la fábrica de motores Diter. Suárez murió muy joven; dicen que fue debido a la aceite de colza. A él le gustaban bastante las ensaladas, y en aquellos años 80 hubo un gran revuelo a nivel nacional con el tema de un aceite adulterado, que costó la vida a bastante gente... (continua en la parte II)