POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


lunes, 19 de noviembre de 2012

Parte XI. Mi calle


Mi calle era estrecha y allí nos conocíamos todos, las puertas jamás se cerraban con llave. Era una vecindad entrañable. Yo la definiría como familiar. Frente a nosotros vivía una familia bastante numerosa. El "señó" Domingo que era albañil y la señora Granada, ama de casa, como todas la señoras de aquella época. Tenían 6 o 7 hijos. Yo jugaba con los de mi edad, Dominguito y Luisita. Entrábamos en su casa como en la mía como si fuera la propia. No existía el protocolo.
Un día me pasó algo terrible, por lo menos a mí me lo pareció durante bastante tiempo. Quiquín, que era el mayor de aquella familia numerosa jugaba con un tirantillo sentado en la puerta de su casa. El tal Quiquín tendría unos 16 o 17 años, yo lo veía muy mayor, pues mi edad estaría rondando los 8 años. El caso es que el mozalbete me pidió que le llevase algunas piedras para su tirachinas. En aquel momento me salió la vena un poco borde y le llevaba una piedra de un buen tamaño, que desde luego no era válida para su artilugio. Para escapar de la guasa y de una posible represalia de Quiquín, tiré la piedra al suelo y emprendí la huida para mi portal, con tan mala fortuna que el pedrusco le dio en la pierna al "tío saliva". El tal señor era un buen hombre, un tanto mayor, que iba por los bares rifando un pollo. Veía poco, pues su gafas eran de cristales redondos y de buen grosor. Para evitar las caídas inoportunas se valía de un recio bastón. El caso es que al sentir que le herían en su pierna, blandió su garrote para atacar a lo que se movía a su alrededor. Veía poco, pero acertó de lleno en mi cabeza, haciéndome una brecha considerable en plena coronilla. Me tuvieron que dar tres o cuatro puntos de sutura en la cabeza y al "tío saliva", que estaba rifando el pollo entre los parroquianos del bar "Casa La Fea", se lo llevaron a la cárcel los "guardiñas". 
Duró poco entre rejas, pues mi padre, que era muy buena persona, dijo que no lo denunciaba. No me había mandado al otro mundo y ya estaba bien, aunque sí un poco grogui. El susto y el aturdimiento me duró una temporadita y mi madre me puso las "riendas" más cortas, para que no hiciera de las mías (continuará en la parte XII Mi calle)
  

domingo, 11 de noviembre de 2012

Parte X Mi calle

Mi padre, agachado. El primero de la izquierda

Mi padre era ferroviario, pero antes había sido barbero, por eso cuando yo empecé a tener pelillos por el bigote y sus alrededores, él era quien me los afeitaba, y también le gustaba peinarme. Me hacía una raya en la parte izquierda de mi cabeza, que quedaba la mar de bien. 
La mayoría de los ferroviarios, que entonces eran bastante, residían en la Barriada de la Estación, creo que había viviendas que las facilitaba la propia RENFE. El caso es que, y no sé el motivo, a nosotros no nos correspondía ninguna. Seguramente sería por la antigüedad en el empleo. Por eso nosotros nos fuimos a vivir, de arriendo, a la calle del Agua. El nombre de la calle del  Agua no se debía a que abundara el líquido elemento, ya que nuestro domicilio, como casi todas las viviendas de Zafra, en aquellos años, carecía de suministro. Por eso cuando salía del colegio, lo primero que mi madre me decía era: “Roge, coge un cántaro y la cuba y vete por un viaje a la bomba”. La bomba era eso, una bomba para sacar agua, estaba en la Glorieta de Ruy López, a poco más de 70 metros de mi casa. A mí, en parte, me gustaba ir a por agua, porque al mismo tiempo disfrutaba; le daba a la bomba con fuerza durante un buen rato y ayudaba a las mujeres mayores a llenar sus cacharros. Era mi forma particular de ir al gimnasio. Por entonces no había salas de éstas, que hoy abundan, para hacer toda clase de deportes. Había otras prioridades. Aquélla generación de los años 50 carecía de muchas cosas, pero era una sociedad amable donde los niños jugaban en la calle y existían tiendas donde se fiaba. 

Otras de las tareas que mi madre me encomendaba a menudo, era ir a comprar al comercio de Coronada. Era un establecimiento  de ultramarinos, donde la señora Coronada y su familia dispensaban los artículos de una forma manual. No había el empaquetado existente  en los tiempos actuales. La sal, el azúcar, el pimentón… todo se despachaba envuelto en aquel papel de estraza que tanto pesaba. Lo que más recuerdo eran aquellas latas de conservas,  de dos y cinco  kilos que presidían el mostrador. Los chicharros y las sardinillas en aceite y en escabeche eran los manjares más corrientes. Para la compra de estos artículos en conservas se llevaba un plato o vasija, ya que en el comercio no te facilitaban el envase.  La señora Coronada era, para nosotros, como una ONG, nos daba los artículos fiados. Llevábamos una libretita y ahí  nos apuntaba el importe de la compra, que se iba sumando al saldo anterior. En su negocio tenía un libro donde apuntaba  a todos los  deudores, y a final de mes se pagaba, sino todo el saldo, gran parte de él, dejando el resto para el mes siguiente. Lo que estaba claro es que jamás fallaban las cuentas. La honradez de unos  y otros estaba por encima de cualquier duda (continuará en la parte XI. Mi calle)

Parte IX



Por aquéllas fechas con 14 años, mi constitución era más bien endeble. El caso es que un domingo fuimos a Sevilla a jugar con los estudiantes del colegio de los claretianos, que éstos tenían en la capital Hispalense. El equipo rival que componían los chicos sevillanos, además de los 17 o 18 años, tenían un físico mucho más fuerte que el mío. Ante estas perspectivas, sumándole el mareo, que por aquellas fechas me producían los autobuses, dije que no me encontraba bien y no jugué ese partido. La verdad es que siempre fui un poco medroso en el fútbol. Luego me alegré de no jugar viendo el resultado al final de aquella “batalla”. A Ricardo Yuste le dieron una patada en la frente y le tuvieron que dar cuatro o cinco puntos de sutura. 

Luego ya fui cogiendo confianza y no desaprovechaba la ocasión de jugar si había alguna vacante en el equipo de los mayores. Un día jugamos un partido en Jerez de los Caballeros, y allí tuvo su bautismo de sangre el padre Martín. Los ánimos se caldearon y como este cura se metía en todos los líos, le arrearon  una pedrada  haciéndole una buena pitera. Así, es que en esos momentos se dio por finalizado el partido, no sin antes llamarle "hijo de puta" al agresor. El padre Martín era un tipo peculiar y bastante apasionado. El caso es que yo observaba como tenía predilección por los que jugaba al fútbol, a los otros no les hacía ni torta de caso. Los Angulo, Siso, Macario…. Los tenía en palmitas, y creo que si hubiera que absolverlos de todo pecado, por muy gordo que fuera, lo hubiera hecho sin pestañear. Este cura, aragonés, con carácter, tenía el pelo rubio, y yo creo que por eso el mudo lo llamaba “cura cato”. 
El mudo, que se llamaba Francisco, vivía cerca del bar “La fea” y le gustaba el fútbol una barbaridad. Tenía la inteligencia de ser siempre hincha de un equipo que fuera en cabeza en la liga española. Así, si era el Real Madrid, decía “la ramonina”, si era el Barcelona “pantalona”, si era el Sevilla “la guitarra” el Atco. de Madrid “pájaro”. El siempre iba con el que ganaba, así no tenía problemas de depresión ninguna. Apostaba sobre seguro.
(continuará en la parte X. Mi calle)

domingo, 4 de noviembre de 2012

Parte VIII



Había otra vivienda donde empezaba la confluencia de la vía al Cementerio y la carretera de La Lapa. Bueno lo de casa es un decir, había que denominarla como un cobertizo, que tengo entendido sirvió como inmueble para realizar autopsias. La verdad es que en mi dilatada subsistencia por aquellos andurriales del Rosario nunca supimos de esos menesteres tan tétricos. Todos fallecían de muertes naturales. Y es que siempre conocimos aquel cuchitril  ocupado por un montón de gente, sin saber calcular si eran una o varias familias las que malvivían en aquel tugurio sin luz, ni agua. Y  es que, en nuestra niñez permanente, nos fijábamos poco en todo ese mundo un tanto turbador que nos rodeaba, pero que existía. Ahora pienso, en la lejanía del tiempo, que si nosotros subsistíamos con unos mínimos económicos, aquellos que vivían en unas circunstancias tan  terribles deberían estar en  un eterno desasosiego.

La sorprendente paciencia de nuestro pueblo, aguantando sin rechistar todas las carencias, no sé si era condición inherente de la memoria reciente o se sabía de antemano que el rechistar o reclamar algo sería totalmente inútil.
                                               

Unas fechas después llegó a la congregación el padre Martín. Este era un enamorado del fútbol y pronto cogió la riendas de los cordimarianos y formó un equipo de jóvenes que sabían darle a la pelota: Juanito Pons, Pepín Pons, Siso Palacios, Macario, Angulo…. Formaban un buen plantel. Y como por entonces en Zafra había pocos equipos para competir, empezaron a salir a jugar partidos por otras localidades vecinas. Yo por entonces empezaba a despuntar en esto del fútbol, y algunas veces, si había alguna baja en los cordimarianos, me llevaban, creo que para hacer bulto, aunque  poco podía cubrir... (continuará en la parte IX).