Como en todo barrio que se precie
había sus “mandamás”, aunque yo notaba cierta autonomía por parte del resto,
que pasábamos un tanto de aquellas jerarquías. Sobresalía sobre todos un tal
Lolo, que lo conocíamos por “el capón” (creo que el mote le venía por sus
progenitores, aunque yo nunca conocí a
su padre, y sí a su madre, que todo el mundo la conocía como Carmen “La Soría”).
El tal Lolo era una buena pieza, se
apoderaba de todo lo que verdegueaba. Más de una vez dio con sus huesos en la
cárcel, aunque duraba poco en ella, pues sus hurtos no pasaban de ser unos
“rateos” en pequeña escala. Recuerdo un día,
que habría hecho alguna de las
suyas, que los “guardiñas” lo perseguían para su detención. Él se subió al tejado de su casa, que estaba
situada en la calle de los Hornos, y desde allí, bombardeaba a los municipales
con tejas. Aquello fue para todos un
acontecimiento, nos divertimos de lo lindo viendo a los municipales
resguardándose de los proyectiles que les tiraba “el capón”. A pesar de todo el
Lolo tenía buenos sentimientos, aunque a
su manera y desde su perspectiva de la vida. Tenía una hermanita pequeña, llamada Kika, que
siempre la llevaba sentada en sus hombros. Recuerdo esta imagen con gran
nitidez, pues el Lolo casi siempre iba fumando y de vez en cuando le daba a su
hermana, que no tendría más de dos años, una chupada del cigarro. A nosotros
nos parecía gracioso, pero ahora, en la actualidad, sería un acto de maltrato.
También había tipos peculiares, y
uno de ellos era Carmelo. A éste le gustaba mucho el fútbol y era de los pocos
que tenía una pelota de goma. ¡Claro, su padre era carnicero! Tenía más
posibilidades. Ser dueño de una pelota de goma para jugar al fútbol le hacía
ser importante, y todos le andábamos alrededor para que nos dejara jugar.
Aunque algunas veces su padre, un hombre
muy exigente, lo castigaba sin
salir a jugar. Nosotros íbamos para que
nos tirara la pelota por una ventana que daba a un doblado de su casa. Se resistía
a dejarnos su valor más preciado, pero nosotros le amenazábamos con quitarlo de
capitán del equipo si se negaba a tirar la pelota, y al final cedía. Todo esto
sin levantar mucho la voz, porque hasta nosotros temíamos al impulsivo padre.
Echábamos el partido, y cuando Carmelo llegaba ya se había terminado el
encuentro. Así que el desventurado solamente recogía su pelota para volver a su
casa. A pesar de ser el capitán del equipo, no era muy bueno que digamos
jugando a la pelota. Los galones se los habíamos dado porque tenía lo esencial
para jugar: La pelota.