Rogelio con la indumentaria del Diter Zafra |
En aquel barrio nuestro había de todo, por haber, había una mancebía. Pero era todo muy natural. Sí, como les digo, aquella mujer a la que apodaban “La Capricho” estaba integrada en la vecindad, aunque ella salía poco de su domicilio y no molestaba a nadie. Los “clientes” sabían bien la horas para hacer alguna visita sin llamar la atención y pasar lo más desapercibido posible. Tan sólo en la Feria de San Miguel algún foráneo se confundía de puerta y llamaba a la de mi casa, o a la de otro vecino, preguntando si allí vivía “La Capricho”. En mis primeros años, no comprendía muy bien porque era tan solicitada y visitada la casa de aquella señora. Más tarde los de la pandilla, algo más mayores, nos informaban, a los que íbamos saliendo del cascarón, del “negocio” en cuestión
En el barrio
había varias calles, que, más o menos, lindaban con el Paseo de la Viudas. Era donde confluíamos para nuestros juegos.
Las calles Diego Bastos y Hornos eran
las que más niños tenían. Por ejemplo Los Tabladas y Los Cortijos, eran dos
familias numerosas, que tenían una prole bastante extensa. Los Tabladas, con el
mayor Gonzalo al frente, eran un clan donde nadie osaba molestar. Aunque la
realidad es que por allí, eso de las luchas callejeras no existían, a no ser
que hubiera algún desafío con otro barrio, que lo resolvíamos a pedradas. Un poco bélico, la verdad, pero
siempre procurábamos que el “enemigo” estuviera lo más lejos posible, y así era
difícil alcanzar al contrario. Cuando ya vimos y pudimos comprender, más
racionalmente, que lo de las guerras no tenía mucho futuro, cambiamos éstas por
desafiarnos con partidos de fútbol entre barriadas. Bueno lo del fútbol no era una guerra en sí,
pero se asemejaba. Los más cafres de cada bando “arreaban” patadas, que
ríete de las entradas que le hacen a Messi y Cristiano Ronaldo. Además que una
caída en aquellos terrenos de juegos que habilitábamos eran dañinas de verdad,
todo tierra y pedrusco. Un día, en el fragor de la batalla, uno de éstos caciques
del área, me zancadilleó, con tan mala fortuna que mi rodilla fue parada por
una piedra, en forma de pequeña pirámide y su cúspide se llevó media rodilla.
Los
Cortijos, que se apellidaban González, todo el mundo los conocía por el apodo
campestre. Aunque su vivienda tenía la entrada por General Varela, unas ventanitas
pequeñas daban a la calle Los Hornos. Por allí se asomaban Los Cortijos, y como
eran pequeños de estatura, parecían macacos muy dispuestos. Tan ágiles eran
que sacaban un palo con un tenedor amarrado a la punta, y desde allí apañaban
todos los higos de una higuera cercana.
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