POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


lunes, 22 de julio de 2013

La escuela. Parte II

Selección extremeña de fútbol

Así fue como ingresé en los” Grupos”. Enseguida me entusiasmó D. Seguis, sobre todo cuando escribía en la pizarra. Tenía una letra preciosa y todas las mañanas nos ponía en encerado una consigna. Por ejemplo, recuerdo una que decía: “El trabajo ennoblece”. Yo me embelesaba más con el continente que con el contenido. Qué bien dibujaba las letras, porque aquello no se podía llamar escribir, había que denominarlo como el arte de dibujar la escritura. D. Segismundo se le adivinaba que le gustaba la enseñanza y quería que sus alumnos fueran los mejores. Desde luego nosotros lo notábamos cuando tocaba recreo,  que salían de todas la aulas menos de la nuestra. Como estuviera dando una lección,  hasta que no terminaba de impartirla no daba la voz que autorizaba la expansión. Algunas veces, cuando salíamos en tropel, para poderle dar unas patadas a la pelota, ya era la hora de clase. Así es que más de una vez nos quedamos sin recreo. Los maestros tenía un rato a media mañana, cuando ponían los deberes de darse juntos una vuelta por los pasillos y charlar de sus problemas, que sería muchos. En aquéllos tiempos se decía: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Desde luego tendrían de qué hablar. Pero D. Seguis, siempre cabal con sus convicciones de docente, solía pasear pocas veces. Un día, ya digo de los pocos, nos dejó solos en la clase, y claro aprovechamos para darles unas pataditas a la inactiva pelota. A mi sitio llegó bombeada y yo, que ya empezaba a darle con cierta precisión, le arreé un chutazo con tan mala fortuna que atiné con el tintero, que estaba en lo alto de un armario. El tintero se “escoñó” y la tinta se derramó por el suelo. Aquél día probé sobre mis espaldas la “silenciosa”. Así  era como llamábamos a una goma bien gruesa que D. Seguis guardaba para mantener el orden en clase. También tenía la “escandalosa”, que era una vara ni muy gruesa, ni demasiado fina, que empleaba dando unos golpes en su mesa, solamente para llamarnos la atención.

En los pupitres delanteros se sentaban los más listos. El primero era Joaquín Fernández, que contestaba a todas las preguntas con gran exactitud. El segundo era Higinio Corchero, que era un campeón en los problemas de matemáticas. Pero como son las cosas, Corchero que podría haber estudiado cualquier carrera (matemático, físico o cualquier otra) se tuvo que ir, cuando terminó la edad escolar, a trabajar al taller mecánico de su padre. En aquellos tiempos, como ya decía anteriormente, se carecía de muchas cosas, y desde luego de una Universidad de Extremadura. En los pupitres últimos se sentaban quizás, no los torpes, pero sí los más “alocados”, con sus dosis de ingenio. Curro Lavado, que era de los más osados, hizo unas cuantas trastadas. Una de ella fue arrancar los plomos de las tuberías de los servicios para vendérselas a Vicente Brú, y sacarse así unas cuántas pelas. Otras veces y ya próximo el estío, con los ventanales de las clases abiertos, para mitigar el calor, se saltaba al patio del recreo para coger  volanderos que  se caían de los tejados de los “Grupos”. Nadie se podía explicar con la habilidad que se saltaba por las ventanas, y volvía a su sitio, sin que el maestro se enterase de nada.

miércoles, 17 de abril de 2013

La escuela. Parte I



En la plazoleta del  Paseo de la Viuda había una escuela, que regentaba la señorita Maruja. La escuela no era oficial, porque para oficialidad existían los Grupos Escolares. Mi madre, como le parecía pequeño para mandarme a los “Grupos”, pues me llevó a la escuela de la señorita Maruja, que había pequeñajos como yo, y aún de menos edad. 
La clase era en una habitación, no muy amplia, y al entrar teníamos que arrodillarnos en una alfombrita que había en medio de la sala y rezar a una virgen, que ahora no sé cual era. Supongo que sería la Virgen de Fátima que por aquellos tiempos estaban recientes los milagros que hizo con los pastorcitos portugueses. El caso es que la señorita Maruja, que era una gran amante de las artes escénicas, representó en el Teatro Salón Romero, con un grupo de aficionado al teatro, una obrita que tenía por título la Señorita Polilla.  Ella fue la protagonista y tan bien lo hizo, que desde entonces  todos la conocíamos por la Señorita Polilla. Mi madre me decía que Maruja era una gran artista y que podía llegar a ser famosa. Desde luego la representación de aquélla obra fue para ella un gran éxito. En esa mi primera escuela estuve un año o poco más. 
Como crecía mi madre me llevó un día a la plaza Chica, donde vivía D. Segismundo, que era un maestro de los “Grupos”. Don Seguis, que era como le llamábamos, era un señor muy recto, enseguida le preguntó a mi madre que de qué colegio venía. Le  contestó la verdad:  de la escuela de la señorita Maruja, (ya “Polilla”), Don Seguis le dijo, con un aire zumbón: “Zapatero a tus zapatos”.      

martes, 16 de abril de 2013

Parte XVI. Mi calle


Rogelio con la indumentaria del Diter Zafra

En aquel barrio nuestro había de todo, por haber, había una mancebía. Pero era todo muy natural. Sí, como les digo, aquella mujer a la que apodaban “La Capricho” estaba integrada en la vecindad, aunque ella salía poco de su domicilio y no molestaba a nadie. Los “clientes” sabían bien la horas para hacer alguna visita sin llamar la atención y pasar lo más desapercibido posible. Tan sólo en la Feria de San Miguel algún foráneo se confundía de puerta y llamaba a la de mi casa, o a la de otro vecino, preguntando si allí vivía “La Capricho”. En mis primeros años, no comprendía muy bien porque era tan solicitada y visitada la casa de aquella señora. Más tarde los de la pandilla, algo más mayores, nos informaban, a los que íbamos saliendo del cascarón, del “negocio” en cuestión


En el barrio había varias calles, que, más o menos, lindaban con el Paseo de la Viudas.  Era donde confluíamos para nuestros juegos. Las  calles Diego Bastos y Hornos eran las que más niños tenían. Por ejemplo Los Tabladas y Los Cortijos, eran dos familias numerosas, que tenían una prole bastante extensa. Los Tabladas, con el mayor Gonzalo al frente, eran un clan donde nadie osaba molestar. Aunque la realidad es que por allí, eso de las luchas callejeras no existían, a no ser que hubiera algún desafío con otro barrio, que lo resolvíamos a  pedradas. Un poco bélico, la verdad, pero siempre procurábamos que el “enemigo” estuviera lo más lejos posible, y así era difícil alcanzar al contrario. Cuando ya vimos y pudimos comprender, más racionalmente, que lo de las guerras no tenía mucho futuro, cambiamos éstas por desafiarnos con partidos de fútbol entre barriadas.  Bueno lo del fútbol no era una guerra en sí, pero se asemejaba. Los más cafres de cada bando “arreaban” patadas, que ríete de las entradas que le hacen a Messi y Cristiano Ronaldo. Además que una caída en aquellos terrenos de juegos que habilitábamos eran dañinas de verdad, todo tierra y pedrusco. Un día, en  el fragor de la batalla, uno de éstos caciques del área, me zancadilleó, con tan mala fortuna que mi rodilla fue parada por una piedra, en forma de pequeña pirámide y su cúspide se llevó media rodilla.
 Los Cortijos, que se apellidaban González, todo el mundo los conocía por el apodo campestre. Aunque su vivienda tenía la entrada por General Varela, unas ventanitas pequeñas daban a la calle Los Hornos. Por allí se asomaban Los Cortijos, y como eran pequeños de estatura, parecían macacos muy dispuestos. Tan ágiles eran que sacaban un palo con un tenedor amarrado a la punta, y desde allí apañaban todos los higos de una higuera cercana.

domingo, 3 de marzo de 2013

Parte XV. Mi calle

El de la izquierda agachado


La calle del Agua, había otras familias como la formada por Cipriano Berciano y su señora Julia. Tenían un montón de hijos, el mayor de ello llamado Cipri (se estilaba mucho ponerle al mayor el nombre del padre), no jugaba mucho en la calle. Su padre, comerciante en la calle de Sevilla mantenía un status superior al resto. Por eso creo que le compró a su hijo un clarinete y lo apuntó a una banda municipal, que se formó por aquella época. Esto nos servía para mofarnos un poco de Cipri , que era de los pocos niños que tenían unas gafas redondas,  un poco culo de vaso, que le daban a su cara un toque oriental, también porque sus rasgos eran un tanto asiáticos. Asimismo, estaba entre la intelectualidad y el de no haber roto nunca un plato,  así es que lo considerábamos un tanto cursi. El caso es que íbamos por la ventana, en la hora de sus ensayos, y oyendo las notas nos reíamos un montón con el piiii, y al rato puuuu. No le salía nada acorde ni de casualidad.  Luego con el tiempo dominó el clarinete y hasta salía tocando  en las procesiones de Semana Santa, lo que le sirvió para hacerse un poco importante.

En las tardes frescas, ya cercana la Feria de San Miguel, bajábamos a la vega. O sea del “muladar” para abajo, para coger higos chumbos de las higueras que daban al camino, porque entrar en una huerta de aquellas te podía costar un disgusto a ti personalmente y luego a tu familia. Porque por allí andaban vigilando los guardas de campo, y al frente de éstos, uno que llamaban “El Mutilao”, que nos tenía “fichaos”  a todos los niños y mozalbetes que por allí rondábamos. Así que teníamos que ir “apañando” los frutos de una forma disimulada por unos, y vigilantes por otros. No viven aquellos hombres que eran muchachos entonces y que son humanos paisaje de mi memoria de aquellos finales de verano sobre aquellas tierras.

viernes, 1 de marzo de 2013

Parte XIV. Mi calle

El primero por la derecha


Otro que yo consideraba importante, era Fernando Cocina, aunque en realidad Cocina era solamente un mote, él se llama en realidad, Fernando Sánchez. Lo de Cocina era por su padre que por lo visto se le daba muy bien los fogones, y de ahí le venía el apodo. Preparaba unas comidas pantagruélicas en el molino de aceite de D. Faustino y allí daban cuenta de platos exquisitos y suculentos, además de otros esparcimientos, que  ni comprendíamos ni nos interesaban. Para las habladurías estaban las comadres de turno que “rajaban” todo lo que podían.  Nosotros, desde nuestros juegos, veíamos pasar a la “peña” cuando iban al condumio; iban a buen  paso. Cuando regresaban, entre bromas y risas, se les notaba un caminar más cansino. Se les notaban que iban “agustitos”.
Como les iba contando,  Fernando, tenía un par de años mayor que yo, era un chico que yo ciertamente admiraba, porque era muy comedido en sus acciones y en el hablar. Lo consideraba mi mejor amigo, y yo siempre iba pegado a él. Mi madre, muy protectora ella, le había encomiado: “Fernando tú siempre ten cuidado de mi niño, que él es más pequeño”.  Tenía palomos en su casa y siempre íbamos a echarles de comer y de beber. Un día me vendió una collera de palomos, macho y hembra, para que yo los pusiera en el “doblao” de mi casa e hicieran crías. Tenía yo ilusión en hacerme de un palomar como el que tenía mi amigo Fernando. Pero aquello no cuajó. Al cabo de unos meses desistí de seguir alimentando a aquellos animalitos, porque creo que los dos ejemplares eran del mismo sexo.
El padre de Fernando tenía, en el tiempo de recogida de las mieles del campo, una era, donde los operarios hacían las labores propias de la labranza. Dicha era estaba situada en las cercanías de San Román, el cementerio. Nosotros nos subíamos a la trilla que iba tirada por una mula, y allí nos divertíamos como si fuésemos montado en los “caballitos” de la feria de San Miguel. Un día el capataz le dijo a Fernando que se llevara una mula para guardarla en unos corrales que tenía al final de la calle Cestería. Así es que sin mucho pensarlo nos subimos a la grupa de aquélla, a mí me parecía enorme, mula, con Fernando como jinete principal. Fuimos bien todo el camino hasta llegar a El Rosario, allí empezaba la avenida hasta el Paseo de la  Viudas. Todo cuesta abajo y con un piso que era de piedra y muy resbaladizo. Tan resbaloso que la mula patinó, y Fernando y yo salimos por las orejas del animal. Mi amigo muerto de risa, pero yo, muerto de miedo, me fui corriendo para mi casa y jamás volví a emular a Gary Cooper.

miércoles, 16 de enero de 2013

Parte XIII. Mi calle



Como en todo barrio que se precie había sus “mandamás”, aunque yo notaba cierta autonomía por parte del resto, que pasábamos un tanto de aquellas jerarquías. Sobresalía sobre todos un tal Lolo, que lo conocíamos por “el capón” (creo que el mote le venía por sus progenitores, aunque yo nunca  conocí a su padre, y sí a su madre, que todo el mundo la conocía como Carmen “La Soría”).  El tal Lolo era una buena pieza, se apoderaba de todo lo que verdegueaba. Más de una vez dio con sus huesos en la cárcel, aunque duraba poco en ella, pues sus hurtos no pasaban de ser unos “rateos” en pequeña escala. Recuerdo un día,  que habría  hecho alguna de las suyas, que los “guardiñas” lo perseguían para su detención. Él se subió al tejado de su casa, que estaba situada en la calle de los Hornos, y desde allí, bombardeaba a los municipales con tejas. Aquello fue para todos  un acontecimiento, nos divertimos de lo lindo viendo a los municipales resguardándose de los proyectiles que les tiraba “el capón”. A pesar de todo el Lolo tenía  buenos sentimientos, aunque a su manera y desde su perspectiva de la vida. Tenía  una hermanita pequeña, llamada Kika, que siempre la llevaba sentada en sus hombros. Recuerdo esta imagen con gran nitidez, pues el Lolo casi siempre iba fumando y de vez en cuando le daba a su hermana, que no tendría más de dos años, una chupada del cigarro. A nosotros nos parecía gracioso, pero ahora, en la actualidad, sería un acto de maltrato.
También había tipos peculiares, y uno de ellos era Carmelo. A éste le gustaba mucho el fútbol y era de los pocos que tenía una pelota de goma. ¡Claro, su padre era carnicero! Tenía más posibilidades. Ser dueño de una pelota de goma para jugar al fútbol le hacía ser importante, y todos le andábamos alrededor para que nos dejara jugar. Aunque algunas veces su padre, un hombre  muy exigente,  lo castigaba sin salir a jugar. Nosotros  íbamos para que nos tirara la pelota por una ventana que daba a un doblado de su casa. Se resistía a dejarnos su valor más preciado, pero nosotros le amenazábamos con quitarlo de capitán del equipo si se negaba a tirar la pelota, y al final cedía. Todo esto sin levantar mucho la voz, porque hasta nosotros temíamos al impulsivo padre. Echábamos el partido, y cuando Carmelo llegaba ya se había terminado el encuentro. Así que el desventurado solamente recogía su pelota para volver a su casa. A pesar de ser el capitán del equipo, no era muy bueno que digamos jugando a la pelota. Los galones se los habíamos dado porque tenía lo esencial para jugar: La pelota.