POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


viernes, 1 de marzo de 2013

Parte XIV. Mi calle

El primero por la derecha


Otro que yo consideraba importante, era Fernando Cocina, aunque en realidad Cocina era solamente un mote, él se llama en realidad, Fernando Sánchez. Lo de Cocina era por su padre que por lo visto se le daba muy bien los fogones, y de ahí le venía el apodo. Preparaba unas comidas pantagruélicas en el molino de aceite de D. Faustino y allí daban cuenta de platos exquisitos y suculentos, además de otros esparcimientos, que  ni comprendíamos ni nos interesaban. Para las habladurías estaban las comadres de turno que “rajaban” todo lo que podían.  Nosotros, desde nuestros juegos, veíamos pasar a la “peña” cuando iban al condumio; iban a buen  paso. Cuando regresaban, entre bromas y risas, se les notaba un caminar más cansino. Se les notaban que iban “agustitos”.
Como les iba contando,  Fernando, tenía un par de años mayor que yo, era un chico que yo ciertamente admiraba, porque era muy comedido en sus acciones y en el hablar. Lo consideraba mi mejor amigo, y yo siempre iba pegado a él. Mi madre, muy protectora ella, le había encomiado: “Fernando tú siempre ten cuidado de mi niño, que él es más pequeño”.  Tenía palomos en su casa y siempre íbamos a echarles de comer y de beber. Un día me vendió una collera de palomos, macho y hembra, para que yo los pusiera en el “doblao” de mi casa e hicieran crías. Tenía yo ilusión en hacerme de un palomar como el que tenía mi amigo Fernando. Pero aquello no cuajó. Al cabo de unos meses desistí de seguir alimentando a aquellos animalitos, porque creo que los dos ejemplares eran del mismo sexo.
El padre de Fernando tenía, en el tiempo de recogida de las mieles del campo, una era, donde los operarios hacían las labores propias de la labranza. Dicha era estaba situada en las cercanías de San Román, el cementerio. Nosotros nos subíamos a la trilla que iba tirada por una mula, y allí nos divertíamos como si fuésemos montado en los “caballitos” de la feria de San Miguel. Un día el capataz le dijo a Fernando que se llevara una mula para guardarla en unos corrales que tenía al final de la calle Cestería. Así es que sin mucho pensarlo nos subimos a la grupa de aquélla, a mí me parecía enorme, mula, con Fernando como jinete principal. Fuimos bien todo el camino hasta llegar a El Rosario, allí empezaba la avenida hasta el Paseo de la  Viudas. Todo cuesta abajo y con un piso que era de piedra y muy resbaladizo. Tan resbaloso que la mula patinó, y Fernando y yo salimos por las orejas del animal. Mi amigo muerto de risa, pero yo, muerto de miedo, me fui corriendo para mi casa y jamás volví a emular a Gary Cooper.

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