El primero por la derecha |
Otro que yo consideraba
importante, era Fernando Cocina, aunque en realidad Cocina era solamente un
mote, él se llama en realidad, Fernando Sánchez. Lo de Cocina era por su padre
que por lo visto se le daba muy bien los fogones, y de ahí le venía el apodo.
Preparaba unas comidas pantagruélicas en el molino de aceite de D. Faustino y
allí daban cuenta de platos exquisitos y suculentos, además de otros esparcimientos,
que ni comprendíamos ni nos interesaban.
Para las habladurías estaban las comadres de turno que “rajaban” todo lo que
podían. Nosotros, desde nuestros juegos,
veíamos pasar a la “peña” cuando iban al condumio; iban a buen paso. Cuando regresaban, entre bromas y
risas, se les notaba un caminar más cansino. Se les notaban que iban “agustitos”.
Como les iba contando, Fernando, tenía un par de años mayor que
yo, era un chico que yo ciertamente admiraba, porque era muy comedido en sus
acciones y en el hablar. Lo consideraba mi mejor amigo, y yo siempre iba pegado
a él. Mi madre, muy protectora ella, le había encomiado: “Fernando tú siempre ten cuidado de mi niño, que él es más pequeño”. Tenía
palomos en su casa y siempre íbamos a echarles de comer y de beber. Un día me
vendió una collera de palomos, macho y hembra, para que yo los pusiera en el
“doblao” de mi casa e hicieran crías. Tenía yo ilusión en hacerme de un palomar
como el que tenía mi amigo Fernando. Pero aquello no cuajó. Al cabo de unos
meses desistí de seguir alimentando a aquellos animalitos, porque creo que los
dos ejemplares eran del mismo sexo.
El padre de Fernando tenía, en el
tiempo de recogida de las mieles del campo, una era, donde los operarios hacían
las labores propias de la labranza. Dicha era estaba situada en las cercanías
de San Román, el cementerio. Nosotros nos subíamos a la trilla que iba tirada
por una mula, y allí nos divertíamos como si fuésemos montado en los
“caballitos” de la feria de San Miguel. Un día el capataz le dijo a Fernando
que se llevara una mula para guardarla en unos corrales que tenía al final de
la calle Cestería. Así es que sin mucho pensarlo nos subimos a la grupa de
aquélla, a mí me parecía enorme, mula, con Fernando como jinete principal.
Fuimos bien todo el camino hasta llegar a El Rosario, allí empezaba la avenida
hasta el Paseo de la Viudas. Todo cuesta
abajo y con un piso que era de piedra y muy resbaladizo. Tan resbaloso que la
mula patinó, y Fernando y yo salimos por las orejas del animal. Mi amigo muerto
de risa, pero yo, muerto de miedo, me fui corriendo para mi casa y jamás volví
a emular a Gary Cooper.
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